La memoria es un paraje tal vez, un olor que remite
afecto, rechazo, dolor. Pueden ser rostros que sonríen o nos agreden, nos
ignoran. La memoria es un lugar sin lugar que sobrevive en cada una de
nosotras, como puede. Es personal y es tremendamente colectiva. Está en los colores
de las cosas, en palabras que partieron los días en pedacitos, en besos que nos
siguen llenando de dulzura de sólo evocarlos. Es pasar por la esquina de una
calle y tener ganas inmediatas de vomitar o huir. Es sangre sobre el asfalto y
los montes.
Si decimos junio y le agregamos 28, un tropel de
imágenes, olores, sentimientos nos invaden a miles de personas que compartimos
este país. Se atropellan las palabras que tratan de recuperar nombres y rostros
que año con año se van borrando: los asesinados, sus verdugos. Amontonamos anécdotas
llenas de fuerza porque sentíamos que se iba a poder transformar de raíz el acumulado
de injusticia histórica que hace que ni los niños más pequeños quieran vivir
aquí. Lo sabemos porque estuvimos ahí y lo vivimos, lo tenemos en la piel, en la colectiva palabra
de la memoria dispersa como los días.
Los y las golpistas
envejecen esbeltos sobre nuestras muertas. Los vemos lozanos e
insoportablemente ricos con lo que ganaron en los últimos cinco años: negocios, impuestos, comercios, tráficos,
robos públicos; sonriendo porque saben
cuánta fortuna van a seguir teniendo gracias a sus esclavas y esclavos a
quienes les palmea el hombro su mediocre cantante guatemalteco favorito. Se habla de ellos como personas respetables,
siguen siendo funcionarios, representantes del país, se les hace homenaje en
los mercados, se les ve en los medios con sus últimas cirugías y sus ropas
impecables.
De este lado nuestro quedó la derrota, completa como uno
de esos balones de futbol tan famosos en estos días, pero viejo, desinflado,
roto, hecho mierda, hasta da pesar patearle. De este lado miramos el éxodo de
infantes sin flautistas ni Hamelines, acompañamos a parientes a un Seguro
Social que no tiene nada que ofrecer, cocemos frijoles africanos, sabemos que
el dengue es peor que el año pasado y que aumentó el suicidio y la enfermedad
mental. Presenciamos a diario el hambre y sus parientes, y nos acusamos unas a
otros por pura rabia. Volvimos a comprar en las tiendas de los patrones, a
comer su basura, a tragar sus venenos televisados e impresos, a celebrar sus
mafias futbolistas y sus cultos religiosos, a pedirles de nuevo justicia en sus
pulidas instituciones que más parecen escenarios donde nosotras somos las que
montamos los espectáculos y ni cobramos.
Claudicamos como gentillal de gente, nos cansamos, nos
desencantamos con el desencanto anunciado. Luchan algunas y algunos, cierto, con esperanza auténtica, y lo hacen con sus
vidas, no hay de otra, no es porque así lo elijan, pero en comparación con los
mejores días,son pocas personas; la
mayoría nos volvimos al rincón de lo posible, de lo poquitero, de lo peor es
nada, del trabajito pinche, la consultoría basura, de la rabia por el voto
robado, del mal amor mejor que nada, de la jubilacioncita, la chupa para
olvidar, la beca tal vez, del miedo a granel y repartido por las noches como
una píldora contra la locura. Qué lástima me da, qué lástima me doy escribiendo
sobre la derrota de este tiempo, sobre la mía.
Cuando los limitados líderes de los recientes pasados
tiempos nos insistían en mantener impecable nuestro prestigio de pueblo
pacífico y hasta gritar ciertas cosas no era correcto; cuando hacían discursos
sobre las bondades de sus propuestas de orden y paz democrática con todo lo que
íbamos a ganar una vez que ese poder fuera nuestro y los nuestros nos
representaran, cuando nos avisaban que si hacíamos siquiera un amago de ira
contra los que nos mandaban a matar todos los días, nos asesinarían en la calle,
nos avisaron además que no podríamos defendernos. Entregamos nuestros poderes
por el miedo y la falta de confianza en nosotras mismas, aflojamos nuestra capacidad de pensar sin ellos,
de actuar sin sus mandatos, soltamos nuestra osadía para procesos autónomos que ya estaban
sucediendo, renunciamos pacíficamente a decidir con claridad, a errar inclusive.
Deben ser tantos años de escuelas y de curas, de pastores
y madres mandonas, de jefes y salarios, de malos libros, de procesos
electorales, de mal sexo, de maridos o amores chantajistas. Todas las prácticas
sistemáticas que nos atrofiaron la capacidad de intentar, de ensayar otros
modos por miedo a equivocarnos y a ser de otra manera, nos quitaron la capacidad de ver con claridad
que por repetida una fórmula no es ni eficaz ni la más atinada, nos dejaron
esta desgraciada costumbre de repetirnos. Lo han logrado, perfectamente.
Es cierto lo que dijeron los líderes, nos hubieran matado
a un montón, ahí en la calle. Pero estoy segura que nos hubiéramos defendido
porque la creatividad, la energía y la fuerza estaban con nosotras. Así como se
abrían las puertas desconocidas, nos daban agua manos solidarias, nos
repartíamos las burras que eran pocas, el pisto para el bus que era menos, nos
acompañábamos a nuestras casas; así como caminamos por días, como nos
juntábamos sin horarios de oficina, como se organizaban las madres para cuidar a
las hijas e hijos de todas, la juventud para moverse pensando en colectivo, las
artistas y sus propuestas sin financiamiento, hubiéramos podido de un modo que
ni siquiera imaginamos. Lo hubiéramos
hecho porque era la vida y no la muerte la que estaba de nuestro lado ético. No
salíamos a matar ni a dejarnos matar, nunca lo hicimos, se nos paraban los
pelos de emoción entre tanta gente a fuerza de sentirnos vivas y construyendo
digna vida para esta tierra hermosa y dolida.
Lo que no avisaron los grises líderes, y lo que no vimos
como gentillal de gente es que entre la vida y la muerte hay otra cosa, este
modo de andar que es como se anda aquí cada día: una manera que estamos perfeccionando
porque está Hecho en casa y sí que está bien hecho, y esto se llama desvivir. Y
en verdad es indigno, vergonzoso y espantosamente triste.
Melissa
Cardoza
Julio
2014